martes, 24 de junio de 2014

Bailar en Senegal. Desde la raíz hasta el cielo.

Me quedaba por escribir un artículo antes de partir.
Y no sería justa con mi experiencia si no hablara de ello.
No.

Porque cuando estás tan lejos, y parece que el día de volver no llegará nunca… de pronto aparecen como para salvarte, experiencias nuevas no buscadas que se convierten en el motor que te faltaba para continuar tu camino. Y eso lo que ocurrió el día que empecé a bailar en Senegal.

Si hay algo excepcional en este país sobre lo que profundizar es su cultura musical, con todas sus influencias étnicas, occidentales y latinas y su propio sonido, el sabar, representado en estilo musical conocido como mbalax. Y si hay algo de lo que sorprenderse es del hecho de que, a pesar de tener una religión estricta en sus reglas y limitadora con las manifestaciones artísticas, el baile forme parte intrínseca de la cultura popular.

Casi todo el mundo baila aquí. No en cualquier lugar, no de cualquier modo. Pero cuando es el momento de bailar, bailan. Hombres, mujeres, niños y jóvenes, de una forma como no verás otra igual. Golpeando con ímpetu el suelo, saltando y abriendo y rotando las piernas hasta lo imposible, desde la raíz hasta el cielo.

Vas andando por la calle, y a lo lejos en algún lugar impreciso del barrio en el que te encuentras, escuchas la llamada del sabar y de los dum dum y de pronto, te topas con el círculo de sillas que va creciendo a cada segundo con las personas que como tú han escuchado el sonido de los instrumentos. Puede ser una boda, un bautizo, o algún tipo de celebración que nunca llegas a conocer. Da igual, los hombres tocan, las mujeres bailan como a ti te gustaría hacerlo, dando toda su energía, en un precioso delirio improvisado.



Y tú te quedas hasta el final  encantada, envidiando hasta el movimiento de los niños y niñas que con tres, cuatro o cinco años tienen integrado un ritmo que te parece propio de ellos desde su nacimiento. 



...

Una vez, lo recuerdo muy bien, me enamoré de un músico. No sé si era guapo o feo, alto o bajo, pues me separaban de él demasiados metros como para apreciar estas características. Sólo sé que mis ojos no podían dejar de mirar la energía que desprendía su manera de golpear el jembé. Fue durante mi primer combate de lucha senegalesa y lo que más recuerdo, es a ese hombre entre los demás músicos que formaba la troupe, empapado de sudor, casi en trance, haciendo sonar con pasión su tam-tam y también mis enormes ganas de ir corriendo hasta dónde él estaba para mezclarme con su frenesí. Mezclarme o más bien continuar con el frenesí rítmico que yo ya vivía desde hacía unos meses en Dakar. Y que una vez abandonadas las clases de danza africana, hacían girar mi cuerpo y mi mente al ritmo de los bailes que nunca había podido practicar en Perú.

De pronto tomamos la costumbre de ir a los mismos sitios, semana tras semana a bailar, después de las clases que nos habían unido a ese pequeño grupo de incondicionales apasionados por la kizomba y los ritmos latinos. Las mismas canciones, los mismos bailes. Yo adoraba ver a tantos hombres allí tenderme su mano y su sonrisa, viniendo de un continente dónde la mayoría de ellos, esperan a estar borrachos para mover alguna parte de su cuerpo un sábado por la noche.

Y me encontraba allí, sintiendo la alegría de la gente en cada giro, sintiendo mi propia alegría y pensando lo que pienso siempre que bailo: “porque no puede ser todo así de fácil” o tal vez sí lo es. Ahora sí lo es. Queriendo aprehender más y más ese momento. Dudando de merecerlo. Y cuantas veces en vuestros brazos no pude entender una vez más algo tan estúpido como el racismo. Cuantas, mientras me sujetabais, me vino  ese terrible error histórico... que no voy a nombrar.

Cuando  bailaba en vuestros brazos, yo sentía que bailaba con todos los africanos que han huido, con todos los que han llegado, con los que no pudieron llegar, con aquellos a los que encerraron  injustamente, con los que vagan por las calles lejos de su tierra… y no, no podía entender porque yo estaba allí y ellos no.





A partir de ese momento todo fue mejor. Vivíamos  para bailar y todo los demás no era tan grave. Diez horas por semana, más todo el tiempo que danzaba por dentro, pues por la noche sentía la música moverse dentro de mí, tan real como tus manos en mi espalda.

Sin embargo la emoción no me impedía ver que todos esos instantes en los que mi felicidad se tejía eran tan inconsistentes como hilos de seda entre los que se deslizaba nuestra pasión. Porque vivir como si no se fuera a acabar no quiere decir que no sepas que se acabará. Por eso quería más, quería todo el tiempo. Bailar a cada momento. Cerrar los ojos, vendármelos como hicimos aquel día y aprender a dejarme llevar. Sólo la mente que ha creado encanto tan bello puede deshacerlo.

Así que un día una parte de nosotros se cansó. No fue la fatiga. Fue la cabeza y el tiempo que todo lo transforma. Fue la conciencia y el saber demasiado.  Y que es imposible vivir demasiado  tiempo con un nivel de pasión semejante, ni ser tan deliberadamente feliz e inconsciente en un mundo tan lleno de miseria.


Ahora seguimos bailando en los mismos sitios, pero no siempre, no de la misma manera, y no todos, aunque yo cuando lo hago todavía cierro los ojos y siento por unos instantes la misma excepcionalidad del momento, la misma que cuando empezamos.

"De eso hace mucho tiempo, pero todavía me acuerdo de la sangre joven hirviendo en mis venas, ¿crees que eso se olvida?"
El calor de la sangre. Irene Némirovski




No hay comentarios:

Publicar un comentario